¿Qué es una facultad según el imperio de la ley?
By Kate Brown
Según el imperio de la ley, una facultad es la voluntad soberana del pueblo que se expresa con leyes no arbitrarias que, en teoría –y aunque no siempre de manera perfecta en la práctica–, aplican a todos por igual. Esta facultad soberana también limita el ejercicio del poder gubernamental con el fin de que no se exceda la autoridad que el pueblo ha otorgado.
Hay dos conceptos que son profundamente revolucionarios: la primera es que el pueblo es soberano, es decir, su poder no deriva de ningún monarca con derechos divinos ni de una combinación del poder de reyes, lores o comunes. El pueblo establece los términos acerca de cómo se gobernarán mediante una constitución escritas.
La segunda es que el pueblo limita el ejercicio de esta facultad a través del gobierno con leyes que no son caprichosas ni arbitrarias, y que se aplican de manera uniforme a todos, incluso a aquellos líderes y representantes que las promulgan y las hacen cumplir. Juntas, estas dos innovaciones de las ciencias políticas proveen un profundo proyecto para el autogobierno: el pueblo está al mando, es la fuente de autoridad y el que crea las normas, y esas normas recaen de igual manera sobre todos.
Aunque los Estados Unidos de América no tomaron de manera directa de Gran Bretaña esta idea, el constitucionalismo británico fue indispensable para nuestro análisis sobre dicha materia. El Rey George III heredó una monarquía que estaba limitada por una revolución constitucional, la Revolución Gloriosa de 1688 y 1689, que cambió el criterio de soberanía en Gran Bretaña: el rey dejó de tener derecho divino, absoluto y arbitrario, y por tanto dejó de ser la fuente de derecho y justicia pasada; a cambio, se le otorgaban estas facultades al Parlamento, la Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lores, que, al trabajar en conjunto con el rey, conformaban la autoridad última en Gran Bretaña y su imperio. Esta revolución constitucional hizo que nosotros, colonos de América de Norte, nos sintiéramos orgullosos de ser ingleses apasionados por la libertad hasta que, por supuesto, los impuestos, las declaraciones parlamentarias, el acuartelamiento de las tropas en hogares privados y el movimiento Tea Party nos hicieran cambiar de idea.
Sin el beneficio que nos dejó la Revolución Gloriosa, es decir, un cuerpo soberano que representa al pueblo en la realeza y que lo une con la función legislativa del parlamento, nosotros, el pueblo, no habríamos podido dar ese salto intelectual. No fue fácil poner esa soberanía popular en práctica: llevó un largo tiempo de prueba, entre las décadas de 1770 y 1780, comprender cómo podía implementarse esta novedosa idea. Aun así, un conjunto de factores entre los que se cuenta la investigación histórica y retrospectiva, las pruebas innovadoras por parte de los estados, los legisladores de las constituciones estaduales y la Constitución de los Estados Unidos proveyeron y ejecutaron un marco duradero a través del cual nosotros, el pueblo, somos la autoridad.
Por consiguiente, en el sistema de nuestro país, el pueblo es soberano; no así el presidente, ni quien te representa en el Congreso ni el gobernador o representante estadual. El pueblo goza de la facultad última para hacer las leyes, para definir que las reglas sean para todos, equitativas, y para garantizar que cada persona viva bajo el imperio de esas normas. Esta innovación del pensamiento político y su implementación a través de un gobierno constitucional es una maravilla estadounidense, y su profundidad es realmente extraordinaria.Kate Elizabeth Brown es profesora de Historia en la Universidad de Western Kentucky.